martes, febrero 14, 2012

lose - lost - lost


A lo largo de nuestra vida sólo hay una excepción antes de que cualquier pérdida se convierta en un fracaso de proporciones gigantescas. Ese instante irrepetible sucede cuando se nos caen los dientes de leche siendo niños. Jamás una pérdida será tan perfecta y necesaria.


Recuerda.
Llevas varios días disfrutando de ese dolor suave del diente aferrado a la encía por su bracito de carne. El microdiente, suspendido en el abismo de la boca y tú, erre que erre, dale que dale con la lengua pero ese muñón no se suelta y tú que estás deseando que se suelte porque viene el Sr.Ratón Pérez, así que tu madre - si la tenacidad de la lengua no ha podido con el pequeño bastardo- tira firme y rápidamente de él y ahí te quedas tú, mostrando una pelada y enorme sonrisa mientras sostienes en la mano la moneda de cambio para el insigne roedor, te duermes con el diente bajo la almohada y a la mañana siguiente palpas ansioso hasta que tus dedos se encuentran con los lápices de colores, el muñequito o la golosina.
Principio y fin.
Fin y principio.


Está usted despedido.
Cualquier extravío posterior a esa primera y odontológica pérdida está unido a la idea de fracaso y es tal la tiranía del binomio que resulta indiferente en qué parte del rango dramático estés: una novia o el bonometro, el trabajo de tu vida o un cupón descuento para los próximos Cornflakes.
Es indiferente.
La pérdida es, por defecto, algo imperdonable y viscoso que siempre nos arroja contra la depreciación, no ya de lo que teníamos sino de lo que somos
Se ha follado a otra.
No pierdes un trabajo, una pareja o una partida de ajedrez.
Pierdes la utilidad, el amor mayúsculo y la inteligencia al completo.
Es el desastre total.
El Hiroshima definitivo.
Qué voy a hacer ahora. Qué voy a hacer.
La pérdida es un ataque frontal que solicita medidas de emergencia.

Pero ¿y si no existiera tal emergencia?,
¿y si no hubiera nada que reparar?,
¿y si entendiéramos que la botella vacía es una perversa clase de suerte?.
Fíjate.
Fíjate bien.
No se trata de ese buenismo irritante del aprender-a-apreciar-las-cosas-cuando-las-perdemos sino de verdades que hemos preferido ocultarnos durante un tiempo y que la pérdida nos estampana sin compasión alguna.
Parte de lo que atesoras desde la apestosa seguridad, parte de las que consideras tus férreas pertenencias no son sino hábitos forzados para que el resto del edificio no se desmorone. Para que la ecuación de levantarse cada mañana tenga una solución ilusoria que nos permita ejecutar el resto de leyes físicas.
De lo que se espera de nosotros.
De lo que se supone que tenemos que hacer y ser.
De lo que deberías tener a estas alturas.
De la jodida y obligada eternidad de todo.

Y ahora se ha ido.

Deja que te duela.
Deja que te arrase la tristeza.
Hay veces que uno, simplemente, ha de ahogarse del todo.
Perder la capacidad de hablar,
de respirar,
de escribir,
de pensar,
de comer,
de llorar,
de vomitar,
de confiar,
de exhalar,
de entender.
Perder la esperanza.
Toda.
Perderse y, como rezaba Cortázar, encontrar que ese punto donde todo está perdido es, paradójicamente, la única forma de que uno mismo comience a dejar de estarlo.

Así que, hazlo.
Cuando el planeta duerma, mete bajo la almohada el trabajo perdido, el novio ausente y el jaque mate.
Por la mañana tendrás un colmillo nuevo para arrancarle un pedazo de carne a la mediocridad.

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